Ondean grises y estériles cielos sobre esta ciudad que siempre se
lamenta,
Sus quejidos navegan por entre las calles y avenidas,
Nada la satisface, nada la hace feliz,
Parece que el amante se le fugo con otra,
Parece que su clítoris fue removido y no encuentra placer alguno,
No ve lo hermoso que es caminar sobre el césped después de la lluvia,
No ve lo relajado que es apoyarse sobre los sauces y dormir al arrullo
de sus ramas,
No ve lo lindo que es el cielo negro, alumbrado discretamente por la
luna,
No entiende la melodía del viento silbando cuando el sol se descuelga
del cielo,
Y llegarán sus gimoteos a puerto,
A uno abandonado,
Donde a nadie le importa el prójimo,
Pues no pueden ver más allá de sus narices,
Se desperdicia la vida en sus carnes,
Se desperdicia el tiempo en sus dedos que no saben acariciar la tierra,
En sus pies que pisotean las flores y los gusanos,
Y así seguirá esta ciudad enclenque,
Cabizbaja, y siempre quejumbrosa,
Sin ver la sincronía de una parvada de palomas,
Sin sentir el sutil aroma de los floripondios cuando el cielo se ennegrece,
Ojalá sus quejas pararan al menos un segundo,
Ojalá dejaran de crujir sus dientes en desaprobación,
Y abrazaran el poco tiempo que tienen para amarse los unos a los otros,
Para ser generosos,
Para ser misericordiosos,
Para amasar la tierra árida y esparcir semillas,
Para convertir esos tramos secos del camino en enredadas y tupidas
alfombras,
De mastuerzo, de hiedra,
Ojalá dejasen de quejarse un minuto,
Y así oirían como los llama la tierra con un latido sereno,
Como su corazón es el arrullo primigenio que anhelan sin darse cuenta,
Ojalá cesaran sus lamentos…
Pero así son los hombres, así es el mundo, así los han criado,
Ciegos a las pequeñas maravillas,
Sordos a las historias de los ancestros,
Mudos cuando se trata de decir: te amo…
Ojalá algún día todo cambie.
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